viernes, 12 de noviembre de 2010

Crema de coliflor con sus hojas


De la coliflor tampoco se tira nada

Hay cosas que se tiran por costumbre sin detenerse a considerar si tienen alguna utilidad. Pienso, por ejemplo, en los deliciosos tallos de cebolletas que acaban cada día entre los desperdicios de las fruterías. En las pieles de patata y de manzana o en las semillas de tantas frutas. Dicho esto, vamos a la cremita que, os aseguro, está de rechupete. De sabor suave, tiene pocas calorías pero es muy saciante, ideal para una cena ligera y para controlar el peso.

Para tres o cuatro personas vamos a usar media coliflor (parte blanca) y todas las hojas.


Preparación
  • Quítale las hojas a la coliflor, lávala y pártela en dos. Corta una mitad en trozos.
  • Retira con un cuchillito toda la parte verde de las nervaduras gruesas. Trocea lo verde, corta las nervaduras más tiernas en cubitos y reserva las dos cosas por separado.
  • Limpia una zanahoria grande con un estropajo de metal y córtala en trozos.
  • Pon en una sartén limpia una cucharadita colmada de semillas de coriandro (cilantro) y tuéstalas con cuidado de que no se quemen.
 
Cocción
  • Echa dos cucharadas de aceite de oliva en una cazuela y rehoga la zanahoria, la mitad troceada de la coliflor y las hojas verdes.
  • Añade las semillas de coriandro y cubre con caldo de verduras (algo más de 1/2 litro). Puedes usar agua y una pastilla de caldo o un "cacito" de fondo oscuro.




  • Cocina hasta que todo esté tierno, tritura con una batidora y sazona con sal y pimienta.
  • Mientras tanto, rehoga las pencas (tallos) troceadas que habías reservado en una sartén con poco aceite, echa un poquito de agua y deja que se hagan un poco. Añade dos tomates pequeños en cubitos y saltea hasta que se ablanden sin deshacerse.

Emplatado
  • Sirve la crema en un plato hondo con un montoncito del salteado de pencas y tomate y un hilo de aceite si se lo deseas.
  • Acompaña con pan integral tostado y unas castañas asadas.




He repetido castañas en dos entradas seguidas porque las estoy poniendo cada día en mi mesa. Un poco por esa regla no escrita según la cual todo lo que crece al mismo tiempo y en el mismo lugar combina bien entre sí, pero más que nada porque soy castañadicta.

No puedo ver una ahí, tostadita y crujiente, sin pelarla y comérmela con todos los sentidos. Y además ese olorcito a madera quemada... a chimenea de cabaña junto al lago... que sueltan con el fuego. El mismo olor que en estos días invade las calles de la ciudad, con un castañero casi en cada esquina. Por eso no las hago nunca al horno sino sobre el quemador de gas en una sartén perforada para castañas, tan barata y hogareña. Cuando llega la temporada la sacamos del trastero y no le damos descanso hasta que la guardamos, casi con ceremonia, pensando en el año siguiente. Puede que las castañas engorden, ¡pero cuánto abrigan!